La Virgen de las Rocas y «El Código Da Vinci».

 

«La Virgen de las Rocas», de Leonardo Da Vinci, en el Museo del Louvre.

(Advertencia: este post fue escrito poco tiempo después de aparecer el libro «El Código Da Vinci», por lo que no recoge los nuevos cambios del Museo del Louvre respecto a la colocación de «La Gioconda»).

 

«La Virgen de las Rocas» no es de los cuadros más conocidos del maestro Leonardo da Vinci. Está actualmente colgado en el Museo del Louvre, aunque en la National Gallery de Londres hay otro con el mismo nombre y realizado por Leonardo una década después.

Sin embargo, hoy nos referimos a este óleo porque, desde el punto de vista de la resolución del enigma, es uno de los elementos importantes de el libro «El Código Da Vinci».

Dan Brown, al igual que hace en muchos aspectos de su obra, tergiversa ciertos hechos reales para adaptarlos al interés novelístico y al trama literario. «La Virgen de las Rocas» no queda al margen de dicho manejo realidad-ficción y hoy vamos a tratar de descubrir estas incongruencias.

«La Gioconda», de Leonardo Da Vinci, en el Museo del Louvre.

Estamos en el capítulo 30 de dicho libro.

Allí Robert Langdon y Sophie Neveau están en la Sala de la Gioconda, en el ala Denon del Museo del Louvre.

La policía le sigue los pasos y están a punto de detenerles.

Los mensajes encriptados de Jacques Saunière, el Conservador del Museo más famoso del mundo, recién asesinado, a su nieta Sophie nos llevan desde el cuadro de La Gioconda hasta la pared de enfrente, donde está situado el cuadro «La Virgen de las Rocas».

Allí descifran el último anagrama ante la atenta mirada de un guardia de seguridad con el revólver apuntándoles.

El resto de la trama no interesa en este momento. (Para su mejor comprensión, al final del post transcribo literalmente el texto de este capítulo).

Dan Brown recrea esta escena policíaca en la Sala de La Gioconda. Si entramos en el propio Museo del Louvre por la pirámide de cristal, una vez bajadas las escaleras mecánicas, tendríamos que dirigirnos hacia el ala Denon del museo que es el ala del edificio que da a la orilla del río Sena. 

La Sala de La Gioconda, con el cuadro como único elemento en el centro de la pared.

Subimos hacia la Primera Planta donde debemos buscar la Sala número 6, una sala comúnmente llamada de La Gioconda en honor a la importancia pictórica de esta obra de Leonardo Da Vinci.

Es una sala amplia donde también hay obras de otros pintores italianos.

La obra de la Gioconda está, ella sola (ver foto superior), en una de las paredes pequeñas del habitáculo rectangular, a diferencia de las otras tres paredes que están repletas de cuadros (foto de abajo).

La pared de enfrente al cuadro de La Gioconda.

Dan Brown al situar la escena del capítulo 30 en esta sala quiere hacernos ver que la clave del enigma que tienen que descubrir Langdon y Sophie está en el espacio que hay entre el cuadro de La Gioconda y otra obra situada en la pared de enfrente de ésta: «La Virgen de las Rocas».

Y aquí está el error: «La Virgen de las Rocas» no está en esta sala, aunque no anda muy lejos de allí.

La Gran Galería, donde podemos ver a «La Virgen de las Rocas».

La primera planta del ala Denon del Museo del Louvre está dedicada a la pintura italiana.

La sala mayor de todas es la sala número 6, la llamada «la Gran Galería».

Este es el lugar donde podemos divisar este cuadro de Leonardo en el que se recrea a la Virgen María junto a un ángel, el niño Jesús y el niño Juan, el que sería el Bautista. Fin del enigma, fin de la explicación de la licencia de ficción que Dan Brown utiliza en El Código Da Vinci.

La Virgen y el niño Jesús.

Pero ya que estamos ante tan magnífico cuadro, permítanme que les entretenga con una pincelada explicativa de la calidad artística del cuadro.

El cuadro representa a la Virgen arrodillada que acoge con su mano derecha a San Juan, un niño desnudo en posición semiarrodillada, elevando una plegaria al niño Jesús, que responde con el gesto de sus dedos.

La mano derecha de María se abre por encima de la derecha de un ángel que, misteriosamente, señala a San Juan y mira hacia fuera del cuadro en dirección imprecisa, provocando una sensación inquietante.

A su vez, las manos de la Virgen y del ángel sobre la cabeza del niño Jesús, lo aíslan de la composición, realzando Leonardo, de este modo, la importancia de la figura del San Juan.

El cuadro se divide en cuatro partes determinadas por la línea vertical que atraviesa el rostro de la Virgen y la intercepción del eje casi horizontal que une la cabeza de San Juan, la mano derecha de María y el rostro del ángel.

Las miradas de la Virgen y de San Juan convergen en el niño Jesús, y las líneas que unen sus cabezas forman un triángulo regular.

El ángel y San Juan.

Sobre la cabeza de la Virgen, dos líneas descienden en ángulo recto describiendo una pirámide que contiene a todas las figuras. El círculo determinado por el ángulo de las miradas toca los cuatro rostros.

El movimiento de las figuras de la composición se manifiesta en una estructura piramidal cuyo eje central es el cuerpo de la Virgen. Mediante las actitudes de los personajes y sus disposiciones el artista consigue el efecto de un volumen cónico que los encierra y cuyo vértice culmina en la cabeza de María.

Leonardo ha hecho que la luz se filtre desde arriba, atravesando las hendiduras de las rocas del fondo, y pasando sobre y entre las estructuras que enlazan las figuras, pero sin iluminarlas.

Los personajes se encuentran iluminados por los rayos de una fuente más clara y brillante, en tanto en el fondo rocoso domina la penumbra y densa humedad. La piel límpida de los personajes, particularmente la del rostro de la Virgen, más alta, constituye a su vez una fuente de luz.

 

¿Les gustaría conocer alguna anécdota sobre este cuadro?.

El 25 de abril de 1483, Leonardo da Vinci recibió el encargo de pintar el panel central de un gran retablo para la iglesia de San Francesco il Grande de Milán.

La Cofradía Franciscana de Milán estipulaba en el contrato que la obra debía estar acabada el 8 de diciembre de ese mismo año. A la entrega del retablo comenzaron los problemas.

La Virgen de las Rocas, en la National Gallery de Londres.

Se ha especulado mucho sobre cuales fueron las causas del pleito entre Leonardo Da Vinci y la Cofradía Franciscana. Algunos sostienen que los clientes quedaron descontentos ya que el maestro toscano no había seguido al pie de la letra las instrucciones para la ejecución del cuadro.

Pero parece ser que lo que en realidad sucedió es que Leonardo Da Vinci no recibió el pago acordado. Hubo procesos legales que concluyeron en que el artista debía terminar el trabajo o alguien en su lugar debía hacerlo por él.

A raíz del litigio se realizó la segunda versión del cuadro, cuya ejecución corrió a cargo de Ambrogio De Predis bajo la supervisión de Leonardo.

Esta segunda versión es la que actualmente se expone en la National Gallery de Londres (última imagen de la derecha). La primera versión, que a ciencia cierta es obra de Leonardo, es la que se encuentra en el Museo del Louvre de París.

Texto del capítulo 30 de «El Código da Vinci».
Al otro lado de la sala, Sophie Neveu notó que el sudor le resbalaba por la frente.

Langdon seguía en el suelo con los brazos en cruz y las piernas separadas. «Aguanta un poco, Robert. Ya casi estoy.» Segura de que aquel guardia nunca llegaría a disparar contra ninguno de los dos, Sophie volvió a concentrarse en el asunto que los había llevado hasta ahí, peinando toda la sala y prestando especial atención a una obra en concreto, otro cuadro de Leonardo da Vinci. Pero la luz ultravioleta no reveló nada extraordinario. Ni en el suelo, ni en las paredes, ni sobre el lienzo mismo.

«¡Aquí tiene que haber algo!»

Sophie estaba segura de haber interpretado correctamente las

intenciones de su abuelo.

«¿Qué otra cosa si no podría haber querido indicarme?»

La obra que estaba examinando era un lienzo de poco más de metro y medio de altura. La extraña escena que Leonardo había pintado incluía una Virgen María en una postura muy forzada sentada sobre un peligroso risco con el Niño Jesús, San Juan Bautista y el ángel Uriel.

Cuando era pequeña, no había visita a la Mona Lisa que terminara sin que su abuelo le llevara hasta el otro lado de la sala para admirar aquel segundo cuadro.

«¡Abuelo! ¡Estoy aquí! ¡Pero no lo veo!»

Detrás de ella, oía que el guardia intentaba pedir ayuda por radio.

«¡Piensa!»

Visualizó el mensaje garabateado en el cristal protector de la Mona

Lisa. «No verdad lacra iglesias.» La pintura que tenía delante carecía de la protección de un vidrio sobre el que escribir ningún mensaje, y Sophie sabía que su abuelo nunca habría profanado aquella obra maestra escribiendo algo directamente encima. Se detuvo un instante. «Al menos no en el anverso.» Miró instintivamente hacia arriba, hacia los cables que colgaban del techo y sostenían el cuadro.

«¿Era posible?» Sostuvo el lado izquierdo del marco y tiró hacia ella.

Aquella pintura era grande y el lienzo se combó un poco cuando la separó de la pared. Sophie metió la cabeza y los hombros detrás y enfocó con la linterna para inspeccionar el reverso.

No tardó mucho en darse cuenta de que su instinto había fallado en aquella ocasión. Allí no había nada. Ni una sola letra violácea brillando a la luz. Sólo el reverso manchado de marrón por el paso del tiempo y…

«Un momento.»

Los ojos de Sophie se fijaron en el destello inesperado de un trozo de metal alojado cerca del ángulo inferior de la estructura del marco. Era un objeto pequeño, parcialmente encajado en el punto en que el lienzo se unía al marco. De ahí colgaba una cadena de oro brillante.

Ante el total asombro de Sophie, la cadena estaba unida a una llave dorada que le resultaba conocida. La base, ancha y trabajada, tenía forma de cruz y llevaba grabada el sello que no había visto desde que tenía nueve años: la flor de lis con las iniciales P. S. En aquel momento, Sophie sintió el fantasma de su abuelo que le susurraba al oído.

«Cuando llegue el momento, la llave será tuya.» Sintió que se le hacía un nudo en la garganta al darse cuenta de que su abuelo, aun en el momento de su muerte, había cumplido su promesa. «Esta llave abre una caja —le decía su voz— donde guardo muchos secretos.»

Sophie se daba cuenta ahora de que el objetivo final de todos aquellos juegos de palabras había sido la llave. Su abuelo la llevaba consigo cuando lo mataron. Como no quería que cayera en manos de la policía, la había escondido detrás de aquel cuadro. Y entonces había ideado una ingeniosa busca del tesoro para asegurarse de que sólo Sophie la encontrara.

—Au secours! —gritó el guardia.

Sophie arrancó la llave de su escondite y se la metió en el bolsillo junto con la linterna de rayos ultravioletas. Asomando la cabeza por debajo del cuadro, vio que el guardia seguía intentando desesperadamente comunicarse con alguien a través del walkie-talkie y retrocediendo hacia la puerta, con el arma aún apuntando a Langdon.

—Au secours! —gritó de nuevo a la radio.

Pero ésta sólo le devolvía ruido.

—«No transmite», constató Sophie, recordando que los turistas con teléfonos móviles se desesperaban cuando intentaban llamar a sus casas para pavonearse de que estaban frente a la Mona Lisa. El cableado de seguridad especial que recorría las paredes hacía materialmente imposible establecer comunicación desde dentro; había que salir al pasillo. Ahora el guardia ya estaba cerca de la puerta, y Sophie sabía que tenía que hacer algo deprisa.

Mirando la pintura tras la que se ocultaba parcialmente, se dio cuenta de que Leonardo da Vinci estaba a punto de acudir en su ayuda por segunda vez aquella noche.

«Unos metros más», Grouard se decía a sí mismo con el arma bien levantada.

—Arretez! Ou je la détruis! —La voz de la mujer reverberó en la sala.

Grouard la miró y se detuvo en seco.

—¡Dios mío, no!

A través de la penumbra rojiza, vio que la mujer había arrancado el cuadro de los cables que lo sujetaban y lo había apoyado en el suelo, delante de ella. Su metro y medio de altura casi le ocultaba el cuerpo por completo. La primera reacción de Grouard fue de sorpresa al constatar que los sensores del cuadro no habían activado las alarmas, pero al momento cayó en la cuenta de que aún no habían reprogramado el sistema de seguridad aquella noche. «¿Pero qué está haciendo?»

Cuando lo vio, se le heló la sangre.

El lienzo se arqueó por el centro, y las imágenes de la Virgen María, el Niño Jesús y San Juan Bautista empezaron a distorsionarse

—¡No! —gritó Grouard, horrorizado al ver que aquel Leonardo de incalculable valor se torcía. La mujer seguía empujando la rodilla en el centro del cuadro.

—¡No!

Grouard se volvió y le apuntó con la pistola, pero al momento se dio cuenta de que su amenaza era inútil. Aunque la pintura era sólo un trozo de tela, los seis millones de dólares en que estaba tasada la convertían en un impenetrable chaleco antibalas.

«¡No puedo disparar contra un Leonardo!»

—Deje el arma y la radio en el suelo —dijo la mujer con voz pausada—, o romperé el cuadro con la rodilla. Ya sabe qué pensaría mi abuelo de una cosa así.

Grouard se sentía confuso y aturdido.

—¡Por favor, no, es La Virgen de las rocas! Dejó la pistola y la radio y levantó las manos por encima de la cabeza.

—Gracias —dijo la mujer—. Ahora haga exactamente lo que le diga y todo irá bien.

Momentos después, mientras bajaba corriendo la escalera de emergencia en dirección a la planta baja, a Langdon el corazón aún le latía con fuerza. Ninguno de los dos había dicho una palabra desde que habían dejado al tembloroso guardia del Louvre tendido en la Salle des Etats.

Ahora era él quien sostenía con fuerza su pistola, y no veía el momento de librarse de ella. Se sentía muy incómodo con aquella pesada arma entre las manos.

Bajaba los peldaños de dos en dos y se preguntaba si Sophie era consciente de cuánto valía el cuadro que había estado a punto de destrozar. Pero en todo caso el lienzo que había escogido encajaba a la perfección con la aventura de aquella noche. Igual que sucedía con la Mona Lisa, aquel Leonardo era famoso entre los historiadores del arte por la cantidad de simbología pagana que ocultaba.

—Has escogido un rehén muy valioso —le dijo sin dejar de correr.

—La Virgen de las rocas —le respondió ella—. Aunque no he sido yo quien lo ha escogido, sino mi abuelo. Me ha dejado una cosita en la parte de atrás.

Langdon la miró desconcertado.

—¿Qué? Pero ¿cómo has sabido que tenías que buscar en ese cuadro? ¿Por qué La Virgen de las rocas?
—«No verdad lacra iglesias.» —Sonrió, triunfante—. Es otro anagrama. Mi abuelo me lo estaba diciendo claramente: «Ve a La Virgen de las rocas». Los dos primeros se me han escapado, Robert. No se me iba a escapar también el tercero. FIN

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2 pensamientos en “La Virgen de las Rocas y «El Código Da Vinci».

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