El polémico monumento «Bouquet of Tulips», de Jeff Koons.

Hoy vamos a hablar de un monumento de reciente creación y que ha generado una agria polémica en la ciudad parisina. Se trata del “Ramo de tulipanes” de Jeff Koons, una obra monumental conmemorativa que quiere reafirmar la amistad franco-estadounidense rindiendo homenaje a las víctimas de los atentados del 13 de noviembre de 2015 en la Sala Bataclan que dejaron 130 víctimas mortales y más de 400 heridos.

El «Bouquet of tulips» fue inaugurado oficialmente el 4 de octubre de 2019 como preámbulo de la Noche Blanca y se instaló permanentemente en los jardines de los Campos Elíseos, detrás del Petit Palais, lo que, como veremos más adelante, dio pie a numerosas controversias, especialmente en cuanto a su ubicación. El monumento está levantado a dos pasos del Pabellón Ledoyen.

Tras los atentados terroristas, Jane Hartley, entonces embajadora de Estados Unidos en Francia, pidió al artista visual estadounidense más popular del mundo, Jeff Koons, que estudiara un proyecto que sirviera de símbolo de amistad entre los dos pueblos y que, al igual que la Estatua de la Libertad fue para el pueblo norteamericano, éste resultara ser un hito emblemático para el pueblo francés. 

El Ramo de tulipanes tiene una altura de 12,5 metros, 34 toneladas de peso, y fue realizado en bronce, acero y aluminio y está dedicado a las víctimas recientes de los ataques terroristas sufridos en Francia en 2015. Una mano sostiene el ramo de tulipanes, una mano que realmente nos evoca la mano que sostiene la antorcha de la Estatua de la Libertad de Nueva York.

Debido al tamaño gigantesco de la obra, su llamativa estética demasiado pop, los costes de producción y las sospechas de un truco mediático del artista , en los medios de comunicación se creó una polémica de gran envergadura que afectó hasta los propios políticos que impulsaron la obra.

La ubicación de la escultura, que inicialmente se pensó que sería al frente del Palais Tokyo, también ayudó a generar aún más controversia desde su anuncio hasta su instalación. De hecho, en 2018, un grupo de franceses, entre políticos, artistas y destacadas figuras de la cultura, mostró su desacuerdo a través de una carta que enviaron al periódico Libération en la que pedían que se abandonara el proyecto por considerarlo oportunista y disruptivo en el entorno que se quería colocar.

Koons anunció su regalo en noviembre de 2016, aunque este se suscribía únicamente al concepto de la pieza, los fondos para su producción, de casi 4 millones de dólares, provinieron de mecenas franceses y americanos. El artista donará el 80% obtenido de la reproducción visual a asociaciones de las víctimas de los atentados de 2015 y el 20% será para su mantenimiento por parte del ayuntamiento parisino.

Durante la inauguración el artista aclaró: «He dado el copyright de la obra: el 80 % de los ingresos está destinado a las familias de las víctimas y el 20 % a la ciudad, que se encargará del mantenimiento”. La alcaldesa de París, Anne-Hidalgo, además aseguró que no se puede rechazar un regalo como este: “Un regalo se acepta, sobre todo este tipo de regalo que viene del corazón y que está dedicado, destinado a la ciudad, al optimismo, a lo que tenemos en común, nuestros valores, que son universales”.

La Avenida Saxe.

A veces hay que dejar vía libre a la imaginación y permitir que ésta se pierda entre los entresijos de nuestro cerebro en busca de recuerdos ya lejanos y olvidados. Y eso fue lo que me ocurrió personalmente en esta ocasión, una única imagen me hecho dar una vuelta por escenas que me ha llevado, por un lado, a los años setenta y a los Beatles y, por otro lado, al final del pasado siglo y mi primer viaje a París.

Y seguro que ustedes pensarán que qué extraño es el camino que escogió mi mente para enlazar dos escenas tan diferentes entre sí y nunca vinculadas anteriormente. Pues les debo una pequeña explicación que nos va a servir para conocer una de las avenidas de París más transitadas e importantes: la Avenue Saxe o Avenida del Mariscal Saxe.

En cuanto a la imagen que me refiero es ésta que pueden ver justo aquí debajo. Se trata de una escena de la serie «Berlín» (ya saben, la precuela de «La casa de papel» que protagoniza Pedro Alonso) que se desarrolla en París donde transita gran parte de la trama de la misma, en concreto de la primera escena en la ciudad.

En dicha foto, los personajes Damián, Keila, Roy y Bruce cruzan la zona peatonal de la Avenida Saxe con la imagen de la Torre Eiffel al fondo, imitando el modo en que los Beatles cruzaron el paso de peatones de Abbey Road en la carátula del último disco que grabaron juntos. De este disco hablaremos más adelante para los que no lo conocen.

El segundo de los recuerdos que vino a mi memoria al ver esta imagen tiene que ver con el mercado Saxe-Breteuil, un mercado callejero que se instala precisamente en esta zona peatonal cada jueves del año.

Es de los mercados más importantes de París (conjuntamente con el Marché Bastille, Marché aux Puces Saint Ouen, Marché aux Fleurs et aux Oiseaux, Marché Mouffetard o el de la Rue Montorgueil por poner algunos ejemplos de entre otros muchos mercados que merecen una visita).

Lo que más se vende en el Mercado Saxe-Breteuil es comida fresca (quesos, carnes, pescado, frutas y vegetales) pero además hay puestos con ropa y artículos para el hogar. Los pescados y mariscos que consigues aquí, al igual que la mayoría de los productos, son incluso vendidos por sus propios productores que viajan en días de mercado hasta París para ofrecer sus especialidades al público. Hay exquisiteces de toda Francia, y algunas especialidades internacionales como las africanas o árabes que te hacen agua la boca. No es mal sitio para darse una vuelta desde las ocho de la mañana a las dos de la tarde de cualquier jueves del año.

Pues allí llegamos nosotros en nuestra primera visita a París un jueves de junio del año 2000 tras visitar la Torre Eiffel y un poco perdidos en busca de un lugar tranquilo donde almorzar… Y, por suerte, nos encontramos con este mercado.

No hizo falta buscar ningún restaurante donde sentarnos a la mesa, pues con un poco de queso, una ensalada preparada, algunas aceitunas, pan de baguette y unas manzanas tuvimos lo suficiente para sentarnos en el césped de un jardín cercano y disfrutar de una comida campestre en el centro de París.

Esto ocurrió en la Avenue Saxe, una via que es tan larga que forma parte de dos distritos, el VII y el XV. Digamos que nace en la Place Fontenoy (junto al número 3) y tiene su fin junto al número 100 de la Rue de Sèvres. En medio de la avenida se encuentra la Place Simone Michel-Lévy cuyo nombre se puso en memoria de una valiente mujer combatiente de la resistencia francesa que luchó frente a la invasión alemana de Francia en la Segunda Guerra Mundial.





El nombre de la calle viene dado por el Mariscal Maurice de Saxe , conde de la Raute (1696-1710) y luego conde de Saxe (1710-1750), fue un soldado nacido en 28 de octubre de 1696 en Goslar (ciudad libre del Imperio) y murió el 30 de noviembre de 1750 en el castillo de Chambord (en un duelo). Fue mariscal general de los campos y ejércitos de Luis XV.

Como curiosidad, en el número 55 de la avenida se encontraba en 1900 la centralita telefónica «Ségur». Se trata de un edificio de tres plantas de piedra tallada y ladrillo amarillo cuya fachada está decorada con bajorrelieves (las letras «RF» de República Francesa, mujeres esculpidas en medio de los arcos y cabezas de león bajo los dinteles de la primera ventana del piso). Allí estaban las célebres «demoiselles du téléphone» que daban el servicio telefónico cuando se hacía por cable. Hoy es un edificio que pertenece a la cadena de hoteles Hilton.

Abbey Road

Y como lo prometido es deuda, para aquellos que no conozcan el álbum de los Beatles que lleva el nombre de «Abbey Road» hablemos un poco de él. Veamos la foto de la carátula.





Abbey Road es el undécimo álbum de estudio publicado por The Beatles y sería lanzado el 26 de septiembre de 1969 en Reino Unido por Apple Records. Las grabaciones de Abbey Road comenzarían en abril de 1969, haciendo de éste el último álbum grabado por la banda. El título del álbum hizo honor a la calle de Abbey Road, en la ciudad de Londres, lugar en donde se encontraban los estudios de grabación de EMI en los cuales los Beatles habían grabado casi todas sus canciones anteriores. Posteriormente, en 1970, los propios estudios de grabación adoptarían el nombre de la calle donde se encontraban.

Abbey Road era una calle con bastante tráfico, y por ello tan sólo se pudieron sacar en un tiempo limitado seis fotos de las que tenía que salir la portada del disco. El Volkswagen Escarabajo que aparecía en la foto solía estar aparcado en ese sitio muy a menudo, y era propiedad de alguien que vivía en los pisos de al lado del estudio. 

Los trajes con los que salían los Beatles en la foto del disco era los típicos que solían usar por aquella época los cuatro músicos. McCartney, que vivía bastante cerca de los estudios de grabación, había llegado ese mismo día de la foto con sandalias al trabajo, y, de hecho, en algunas de las otras fotos tomadas ese día se le podía ver caminando llevándolas puestas.

La imagen de los Beatles en el paso de cebra lo ha convertido en uno de los más famosos e imitados en la historia musical. El paso de cebra es un destino popular para los fanes de los Beatles, y allí se ha incorporado una cámara web. En diciembre de 2010, el lugar recibió el grado Monumento Clasificado por su «importancia cultural e histórica», los estudios Abbey Road también recibieron una categoría similar.

Como han podido leer, a lo largo del texto hemos realizado un ejercicio de viaje mental gracias a una imagen en una serie de televisión y, con ese viaje, a su vez, hemos hilado a los Beatles con Abbey Road y con un almuerzo en algún jardín cercano a la Avenue Saxe de París. Más de veinte años hace ya de este momento y aún saboreo aquellas cuñas de queso Beaufort entre las dos rebanadas de una crujiente baguette.

Los tapices de «La dama y el unicornio», en el Museo de Cluny.

Hace ya un tiempo, antes del desgraciado incendio, tuvimos la oportunidad de describir la fachada de la Catedral de Notre Dame y lo hicimos dividiéndola en varios post. Los más importantes fueron los dedicados a cada una de las tres puertas (Puerta de la Virgen, Puerta del Juicio Final y Puerta de Santa Ana, aquí tienen los enlaces a los mismos), pero no fueron los únicos. Hubo en esta serie uno dedicado a un elemento arquitectónico que se encuentra un poco más alto: la «Galería de los Reyes de Judea e Israel».

En dicho artículo se hacía notar que estas estatuas que veíamos en la fachada no son las originales ya que, durante la Revolución Francesa, las hordas revolucionarias tomaron la Catedral de Notre Dame y, entre otros muchos destrozos, destruyeron las estatuas de los reyes de Judea e Israel por creer que representaban las imágenes reyes franceses. Con el tiempo, en 1977, se encontraron muchas de ellas en los sótanos de un banco de París. Además apuntábamos que algunas de dichas cabezas originales se encuentran actualmente en el Museo de Cluny, el museo de historia y arte medieval de París.

Es aquí donde yo quería llegar porque, para los estudiosos, en dicho museo hay dos elementos principales que el visitante no se puede perder. El primero de ellos es esta relación de cabezas reales que provienen de la cercana Catedral de Notre Dame (recordemos que en 1163 se colocó la primera piedra y en 1262 se dio por construida, aunque se fue completando hasta el año 1345) por lo que deben tener alrededor de 800 años.

El segundo de ellos es una serie de tapices a los que nos vamos a referir en el día de hoy y que llevan el sugerente nombre de «La dama y el unicornio» (La dame à la licorne). Esta serie de seis preciosos tapices se encuentran, protegidos bajo una luz filtrada, en la sala número 13 del museo medieval de Cluny-París. Seis tapices creados en el estilo de «mille-fleurs» («mil flores») y tejidos en Flandes con lana y seda, a partir de diseños (cartones) dibujados en París alrededor del año 1500.

Pero antes de entrar de lleno en cada uno de ellos, conozcamos un poco la historia de su confección. Inspirados en una leyenda alemana del siglo xv, las tapicerías fueron tejidas en Flandes, en una fecha desconocida pero probablemente situada entre 1484 y 1538. El escudo de armas de los distintos tapices ha hecho que se atribuyan a un miembro de la familia Le Viste, Jean IV Le Viste, magistrado de alto rango de origen lionés, presidente de Cour des Aides de París desde 1484, muerto en 1500.

El estilo sería el del llamado «Maestro de Ana de Bretaña», un iluminador y grabador para Ana de Bretaña quien le encargó «La caza del unicornio». Este maestro puede ser identificado como Jean d’Ypres, muerto en 1508, o su hermano Louis d’Ypres. Ambos proceden de una línea de pintores que habrían inspirado los cartones de los tapices.

Los tapices fueron redescubiertos en 1841 por Prosper Mérimée en el castillo de Boussac (que era propiedad por entonces del subprefecto de Creuse) donde habían sufrido daños debido a las condiciones de almacenamiento. La novelista George Sand atrajo la atención pública hacia los tapices en sus obras de la época. En 1882 este museo medieval de París decide enriquecer su colección, cuyo núcleo central estuvo formado por la colección de Alexandre Du Sommerard y adquiere la colgadura de La Dama y El Unicornio.

Como decíamos más arriba, la serie o colección de tapices se compone de seis piezas, cada una de ellas identificada con uno de los cinco sentidos: vista, oido, gusto, tacto y olfato; y una última pieza que lleva el nombre de «A mon seul désir» (mi único deseo) que ha dado pie a múltiples interpretaciones.

Veamos cada una de las piezas.

1.- La Dame à la Licorne: le Toucher. (EL TACTO). Finales del siglo XV. Medidas: 370 x 330 cm.

La Dama se encuentra de pie con los brazos extendidos en un amplio gesto, empuñando un estandarte con su mano derecha, mientras que la izquierda reposa suavemente sobre el cuerpo del unicornio. En esta pieza el unicornio es de menor tamaño que en las demás y el león presenta orejas puntiagudas y ojos desorbitados. Se representaron, además, dos monos, uno de ellos encadenado a un rollo de papel y tres fieras salvajes: un lobo, una pantera y un guepardo, sujetos con collares. La Dama aparece con el cabello suelto, portando una diadema y vestida con un traje de terciopelo.

2.- La Dame à la Licorne: le Goût. (EL GUSTO). Finales del siglo XV. Medidas: 370 x 460 cm.

En el tapiz que representa el GUSTO, la Dama toma delicadamente un dulce de la canasta que le presenta su doncella y va a ofrecérselo a un pájaro que se ha posado sobre su mano enguantada. Un mono se lleva una fruta a la boca. La composición está equilibrada y se organiza en torno a las dos mujeres. En la parte posterior de las figuras, una empalizada cubierta de rosas aisla la escena creando una impresión de profundidad. Los gestos serenos de las jóvenes contrastan con el dinamismo y los movimientos del león y el unicornio, ambos vestidos con capas heráldicas que parecieran ondearse con el viento. El fondo de “mil flores” está repleto de animales entre los que se destaca un joven unicornio con el cuerno aún sin formar. Los trajes y ornamentos de la Dama y su doncella muestran algunos detalles, como las aberturas, que están atadas con cintas (el vestido de la Dama, la manga de la doncella) y las joyas que llevan, que están decoradas con motivos vegetales.

3.- La Dame à la Licorne: l’Odorat. (EL OLFATO). Finales del siglo XV. Medidas: 360 x 310 cm.

En el OLFATO, la Dama se representa trenzando una guirnalda de claveles que va tomando de la bandeja que sostiene su doncella. Sobre la parte posterior, un mono olfateando subraya el significado de la alegoría. El león y el unicornio se alzan estáticos. El vestido plegado de la Dama deja ver su ropaje interior. Además lleva un tocado ribeteado de piedras preciosas y perlas.

4.- La Dame à la Licorne: l’Ouïe. (EL OÍDO). Finales del siglo XV). Medidas: 360 x 280 cm.

La Dama aparece ejecutando un pequeño órgano portátil en la alegoría al sentido del OIDO, mientras la doncella acciona los fuelles. El instrumento, cuyos soportes están ornados con un unicornio y un león, se encuentra sobre un tapiz oriental.

La composición es un tanto abigarrada: los estandartes ocultan la vegetación y, por la falta de espacio,  el unicornio se presenta desproporcionado. La Dama, inmersa en su interpretación, aparece con un vestido con abertura delantera, realizado en un rico tejido ornado de granadas, similar al de los otros tapices. Como peinado, lleva dos mechas trenzadas a ambos lados de la cara.

5.- La Dame à la Licorne: la Vue. (LA VISTA). Finales del siglo XV). Medidas: 360 x 280 cm.

Para el sentido de la VISTA, se representa a la joven sentada acariciando al unicornio con su mano izquierda, mientras éste se contempla en un espejo. El unicornio se convierte en el personaje central de esta alegoría, dejando de ser mero espectador portador de la heráldica. La composición se encuentra remarcada por dos árboles frondosos y bajos que permiten concentrar la mirada en la escena central. El único estandarte del tapiz aparece en la parte superior, sustentado por el león que parece mirar hacia otro lado. Los animales del fondo se observan entre si, participando de este juego de miradas.

6.- La Dame à la Licorne: A mon seul désir. (MI ÚNICO DESEO). Final Siglo XV. Medidas: 370 x 460 cm.

Si bien los sentidos son cinco y todos fueron representados en los tapices, el conjunto está formado por seis piezas. La última es la más importante en tamaño y parece representar el sexto sentido, por ende es el que más supuestos ha inspirado. Llamado «Mi único deseo», sin excluir el amor cortés, podría designar el renunciamiento de la Dama a los placeres terrenales para valorizar los espirituales. En la escena se representa al león y al unicornio levantando las cortinas a ambos lados de una carpa, en cuyo centro aparece la doncella presentando un cofre a la dama. ¿Estará eligiendo una joya o depositando un collar similar al que llevaba en el tapiz de El Gusto?

La composición es piramidal, de gran amplitud, se organiza en torno al grupo central y está equilibrada gracias a la figura del pequeño perro sobre la izquierda. El lema que figura en la parte superior de la tienda es lo que dio el nombre al tapiz, suscitando numerosas hipótesis y controversias. Esta última representación parece metaforizar al sexto sentido, aquel que se encuentra más cerca del alma o del mundo espiritual. Sin embargo, el pensamiento medieval admitía la existencia del corazón como representante de la moral, pero también del amor humano y del deseo. De manera que no se puede reducir al mítico unicornio que aquí aparece como sólo un portador del estandarte, sino como una figura entre la castidad y la connotación sexual, ya que se trata de una criatura particularmente ambivalente.

Estos tapices llamados «millefiori» se caracterizaban por tener un fondo sin profundidad, cubierto de flores  (como un mar de flores) y animales, en una especie de Edén. Se considera al conjunto,  con razón, como una de las grandes obras maestras del arte medieval occidental. Y no está lejos, lo podemos ver en el corazón del Barrio Latino, a mitad de camino entre el Sena y el Panthéon, a pocos pasos de la Sorbona y de Saint Julien le Pauvre, la iglesia más antigua de París y de la concurrida Rue Mouffetard.

El muro de «Le bateau ivre», de Rimbaud.

En pleno barrio de Saint Germain, en el trayecto que nos lleva desde los Jardines de Luxemburgo hasta la iglesia de Saint Sulpice, nos encontramos con la Rue Férou, una calle con pendiente descendente que nos une la importante Rue Vaugirard y la estrecha Rue Palatine esquina con la Place Saint Sulpice.

En ese trayecto descendente vamos bordeando, por su cara este, el imponente edificio del Antiguo Seminario de Saint Sulpice (hoy Oficina Tributaria Municipal del 6º y 7º Arrondissement) y es allí, sobre el muro del recinto donde podemos ver, leer y tocar uno de los elementos literario-arquitectónicos más bellos de la ciudad, se trata del Muro que lleva el nombre de «Le bateau ivre» y que también es conocido por «el Muro de Rimbaud».

Sobre dicho muro está escrito uno de los poemas más conocidos del escritor Jean Nicolas Arthur Rimbaud (Charleville, 20 de octubre de 1854-Marsella, 10 de noviembre de 1891), un poeta francés simbolista, célebre por su poesía transgresiva y temáticas surrealistas que influyeron en la literatura y en las artes modernas como el decadentismo o la prefiguración del surrealismo.

«Le Bateau ivre» es un poema en verso de 100 líneas escrito a los diecisiete años en el verano de 1871 en la casa de su niñez en Charleville, en el norte de Francia. Rimbaud incluyó el poema en una carta enviada a Paul Verlaine en septiembre de 1871 para presentarse ante él. El poema fue organizado en series de veinticinco estrofas de cuatro versos alejandrinos cada una de ellas.

Está entrelazado alrededor de las visiones delirantes de un barco epónimo, perdido y hundido en el mar. Se consideró revolucionario en el uso de las imágenes y el simbolismo. El poema habla de como el citado bote se llena de agua, y por lo tanto navega «ebrio». Hundido a través del mar, el bote describe un viaje de variadas experiencias que incluyen vistas de lo más puras y trascendentales y al mismo tiempo imágenes de lo más repelente.

Este poema comienza a la derecha: «Rimbaud, a los 17 años, recitó por primera vez Le Bateau Ivre a sus amigos desde el primer piso de un antiguo café al otro lado de la plaza Saint Sulpice. En nuestra imaginación, el viento soplaba desde la plaza Saint Sulpice hacia la calle Férou.”

Como se explica en la foto de arriba, a una cuadra de distancia, más precisamente al otro lado de la plaza Saint-Sulpice esquina de las Rue Bonaparte y Rue Vieux-Colombier, el 30 de septiembre de 1871, Arthur Rimbaud, que entonces tenía sólo 17 años, recitó por primera vez para un pequeño grupo de amigos, el poema «Le Bateau Ivre» (El barco borracho) en el primer piso del extinto restaurante Denogeant.

En 2012, después de 9 años de espera hasta obtener todas las licencias municipales, se puso en práctica la obra. Los creadores fueron la Fundación holandesa TEGEN-BEELD creada y dirigida por Bem Walenkamp y Hetty Leijdekkers y la «Asociación Internacional de Amigos de Rimbaud». 

La ejecución y patrocinio corrió a cargo de la Embajada de los Países Bajos en París y de más de 200 donantes holandeses que admiraban al poeta.

Para la ejecución se eligió al calígrafo holandés Jan Willem Bruins, quien trabajó durante dos meses y medio para completar la obra, teniendo lugar la inauguración el 14 de junio de 2012.

Toda la obra de Rimbaud fue escrita en un período de apenas seis años, entre los 15 y los 21 años. Después vino el silencio y muchos momentos turbulentos con romances, drogas, muchos viajes por tres continentes, un estilo de vida rebelde y enfermedades. El poeta murió el 10 de noviembre de 1891 a la edad de 37 años de cáncer, en Marsella y se convirtió en uno de los mayores mitos de la poesía de todos los tiempos.

El poema grabado en la pared de la calle Férou está escrito de derecha a izquierda, es decir, los primeros versos están en la columna del lado derecho del muro, junto al título de la obra y cerca de la iglesia de Saint-Sulpice. Los otros bloques de versos estaban escritos en columnas a la izquierda del título… En la propia pared podemos leer un pequeño texto que explica, con humor, por qué debemos leer el poema de derecha a izquierda: 

«Rimbaud, a los 17 años, recitó por primera vez Le Bateau Ivre a sus amigos desde el primer piso de un antiguo café al otro lado de la plaza Saint Sulpice. En nuestra imaginación, el viento soplaba desde la plaza Saint Sulpice hacia la calle Férou.”

Como decíamos más arriba, el Muro fue diseñado y llevado a cabo por la Foundation Tegend-Beeld, de los Países Bajos, en junio de 2012. esta fundación tiene una veintena de proyectos que consistieron en la creación de poemas in situ en varias ciudades de los Países Bajos, Alemania, Francia, Bulgaria, Estados Unidos, Canadá y el Reino Unido. Cada vez más países solicitan a la fundación acoger poemas en su edificios, suelos, mobiliario urbano o incluso bancos.

El objetivo de la Tegend-Beeld, además de difundir la cultura y la poesía, es observar cómo se utilizan los distintos soportes (piedra, ladrillo grado, pintura…) para darle sentido al poema y comprender cómo la lectura se transforma una vez colocada en su sitio.

Le Bateau Ivre. Arthur Rimbaud (1871)

Comme je descendais des Fleuves impassibles,
Je ne me sentais plus tiré par les haleurs:
Des Peaux-Rouges criards les avaient pris pour cibles
Les ayant cloués nus aux poteaux de couleurs.

J’étais insoucieux de tous les équipages,
Porteur de blés flamands et de cotons anglais.
Quand avec mes haleurs ont fini ces tapages
Les Fleuves m’ont laissé descendre où je voulais.

Dans les clapotements furieux des marées,
Moi, l’autre hiver, plus sourd que les cerveaux d’enfants,
Je courus ! Et les Péninsules démarrées
N’ont pas subi tohu-bohus plus triomphants.

La tempête a béni mes éveils maritimes.
Plus léger qu’un bouchon j’ai dansé sur les flots
Qu’on appelle rouleurs éternels de victimes,
Dix nuits, sans regretter l’oeil niais des falots!

Et dès lors, je me suis baigné dans le Poème
De la Mer, infusé d’astres, et lactescent,
Dévorant les azurs verts; où, flottaison blême
Et ravie, un noyé pensif parfois descend;

Où, teignant tout à coup les bleuiés, délires
Et rythmes lents sous les rutilements du jour,
Plus fortes que l’alcool, plus vastes que nos lyres,
Fermentent les rousseurs amères de l’amour!

Je sais les cieux crevant en éclairs, et les trombes
Et les ressacs et les courants: Je sais le soir,
L’aube exaltée ainsi qu’un peuple de colombes,
Et j’ai vu quelques fois ce que l’homme a cru voir!

J’ai vu le soleil bas, taché d’horreurs mystiques,
Illuminant de longs figements violets,
Pareils à des acteurs de drames très-antiques
Les flots roulant au loin leurs frissonsde volets!

J’ai rêvé la nuit verte aux neiges éblouies,
Baiser montant aux yeux des mers avec lenteurs,
La circulation des sèves inouïes
Et l’éveil jaune et bleu des phosphores chanteurs!

J’ai suivi, des mois pleins, pareilles aux vacheries
Hystériques, la houle à l’assaut des récifs,
Sans songer que les pieds lumineux des Maries
Pussent forcer le mufle aux Océans poussifs!

J’ai heurté, savez-vous, d’incroyables Florides
Mêlant aux fleurs des yeux des panthères à peaux
D’hommes ! Des arcs-en-ciel tendus comme des brides
Sous l’horizon des mers, à de glauques troupeaux!

J’ai vu fermenter les marais énormes, nasses
Où pourrit dans les joncs tout un Léviathan!
Des écroulement d’eau au milieu des bonacees,
Et les lointains vers les gouffres cataractant!

Glaciers, soleils d’argent, flots nacreux, cieux de braises!
Échouages hideux au fond des golfes bruns
Où les serpents géants dévorés de punaises
Choient, des arbres tordus, avec de noirs parfums!

J’aurais voulu montrer aux enfants ces dorades
Du flot bleu, ces poissons d’or, ces poissons chantants.
– Des écumes de fleurs ont bercé mes dérades
Et d’ineffables vents m’ont ailé par instant.

Parfois, martyr lassé des pôles et des zones,
La mer dont le sanglot faisait mon roulis doux
Montait vers moi ses fleurs d’ombres aux ventouses jaunes
Et je restais, ainsi qu’une femme à genoux…

Presque île, balottant sur mes bords les querelles
Et les fientes d’oiseaux clabotteurs aux yeux blonds.
Et je voguais lorqu’à travers mes liens frêles
Des noyés descendaient dormir à reculons!

Or moi, bateau perdu sous les cheveux des anses,
Jeté par l’ouragan dans l’éther sans oiseau,
Moi dont les Monitors et les voiliers des Hanses
N’auraient pas repéché la carcasse ivre d’eau;

Libre, fumant, monté de brumes violettes,
Moi qui trouais le ciel rougeoyant comme un mur
Qui porte, confiture exquise aux bons poètes,
Des lichens de soleil et des morves d’azur;

Qui courais, taché de lunules électriques,
Planche folle, escorté des hippocampes noirs,
Quand les juillets faisaient couler à coups de trique
Les cieux ultramarins aux ardents entonnoirs;

Moi qui tremblais, sentant geindre à cinquante lieues
Le rut des Béhémots et les Maelstroms épais,
Fileur éternel des immobilités bleues,
Je regrette l’Europe aux anciens parapets!

J’ai vu des archipels sidéraux ! et des îles
Dont les cieux délirants sont ouverts au vogueur:
– Est-ce en ces nuits sans fond que tu dors et t’exiles,
Million d’oiseaux d’or, ô future vigueur?-

Mais, vrai, j’ai trop pleuré! Les Aubes sont navrantes.
Toute lune est atroce et tout soleil amer:
L’âcre amour m’a gonflé de torpeurs enivrantes.
Ô que ma quille éclate ! Ô que j’aille à la mer!

Si je désire une eau d’Europe, c’est la flache
Noire et froide où vers le crépuscule embaumé
Un enfant accroupi plein de tristesses, lâche
Un bateau frêle comme un papillon de mai.

Je ne puis plus, baigné de vos langueurs, ô lames,
Enlever leurs sillages aux porteurs de cotons,
Ni traverser l’orgueil des drapeaux et des flammes,
Ni nager sous les yeux horribles des pontons.

El Barco Ebrio. Traducción al español.

Al tiempo que bajaba por Ríos impasibles,
Sentí que no me guiaban los hombres a la sirga:
Aullantes Pieles rojas, tomándolos por blanco,
Los clavaron desnudos en postes de colores.

Sin pena me tenían todos los tripulantes:
Portador de algodón inglés, trigo de Flandes…
Cuando acabó aquel ruido a la par que mis hombres,
Me dejaron los Ríos marchar adonde quise.

Entre los chapoteos de la mar encrespada,
Yo, el invierno pasado, más sordo que el cerebro
De los niños, ¡bogaba! Penislas a la vela
Nunca experimentaron barullos más triunfantes.

La tempestad bendijo mi despertar marino.
Más ligero que un corcho bailé sobre las olas
(Eternas trajineras de víctimas las llaman),
¡Sin añorar, diez noches, a las bobas farolas!

Más dulce que manzanas agrillas para un niño,
Traspasó el agua verde mi cascarón de abeto
Y me lavó las manchas de tintorros y vómitos,
Dispersando el timón y el áncora de brazos.

Y desde entonces bogo inmerso en el Poema
De la Mar, infundida de astros y lactescente,
Tragando verdes cielos por donde a veces baja,
Cuerpo arrobado y pálido, un muerto pensativo;

Donde, tiñendo súbitos azules, desvaríos
Y ritmos lentos bajo el rutilante día,
Más fuertes que el alcohol y más que nuestras liras,
¡Fermentan las rojuras amargas del amor!

Sé de cielos que rompen en rayos, y de trombas,
Resacas y corrientes; sé también del ocaso,
Del Alba entusiasmada cual tribu de palomas,
¡He visto varias veces lo que ver cree el hombre!

¡Vi al sol poniente, sucio de místicos horrores,
Iluminando vastos coágulos violetas,
Y, lejos, cual actrices de antiquísimos dramas,
Olas que iban rodando su temblor de postigos!

¡Soñé la verde noche de nieves deslumbradas,
Beso que asciende lento hasta los ojos mismos
Del mar, circulación de savias inauditas,
Y aviso azul y gualda de los cantantes fósforos!

¡He seguido por meses, como a piaras histéricas,
Embates de marea contra los arrecifes,
Sin pensar que los pies de luz de las Marías
Domar pudieran morros asmáticos de Océanos!

¡Créanme que he tocado increíbles Floridas,
Donde ojos de pantera con piel de hombre se mezclan
A flores! ¡Y arco iris bajo el confín marino,
Tensados como bridas para glaucos rebaños!

¡He visto fermentar vastas marismas, nasas
Donde entre las aulagas se pudre un Leviatán!
¡Avalanchas de aguas en medio de bonanzas,
Distancias que se abisman como las cataratas!

¡Soles de plata, heleros, alas de nácar, cielos
De brasa! ¡Horribles pecios engolfados en simas
Donde enormes serpientes, comidas por las chinches,
Caen con negro aroma desde torcidos árboles!

Quisiera haber mostrado a los niños doradas
De agua azul, esos peces de oro que salmodian.
—La espuma en flor meció mis salidas de rada
Y vientos inefables me alaron por instantes.

A veces, mártir harto de polos y de zonas,
La mar cuyo sollozo mi vaivén suavizaba,
Me subía sus flores de amarillas ventosas,
Brunas, y, cual mujer, de hinojos me quedaba…

Península que columpia en sus riberas guano
Y querellas de pájaros chillones de ojos rubios,
Yo navegaba, mientras por mis frágiles zunchos
¡Ahogados con sueño andaban para atrás!

Así, barco perdido entre pelo de ancones,
Lanzado por la tromba en el éter sin aves,
Yo, a quien acorazados o veleros del Hansa
No le hubieran salvado el casco ebrio de agua;

Libre, humeante, envuelto en brumazón violeta,
Yo, que horadaba el cielo rojizo como un muro
Que sostiene, jalea exquisita gustada
Por el poeta, líquenes de sol, muermos de azur;

Que corría empañado de lúnulas eléctricas,
Loca tabla escoltada por negros hipocampos,
Cuando julio derrumba, a grandes garrotazos,
Cielos ultramarinos en ardientes embudos;

Que temblaba al oír, gimiendo en lontananza,
Los Behemots en celo y los densos Maelstroms,
Hilandero perpetuo de quietudes azules,
¡La Europa de los viejos parapetos, yo añoro!

¡He visto siderales archipiélagos, islas
Cuyo cielo en delirio se abre al bogavante!
—¿Son noches abisales en que exiliado duermes,
Oh tú, Vigor futuro, millón de aves de oro?—

¡Cierto: mucho he llorado! El alba es dolorosa.
Toda luna es terrible, y todo sol, amargo.
El agrio amor me hinchó de embriagantes torpores:¡
Que mi quilla reviente! ¡Que me hunda en la mar!

Si algún agua de Europa deseo, ésa es la charca
Negra y fría en la que en tardes perfumadas
Un niño encuclillado, hondo en tristezas, suelta
Un barquito muy frágil, mariposa de mayo…

No puedo, marejada, inmerso en tu apatía,
Escoltar ya el aguaje del barco algodonero,
Ni traspasar orgullos de banderas y grímpolas,
Ni nadar a la vista atroz de los pontones.

París visto a través del libro «Me encontrarás en el fin del mundo». (1)

 

Ya en una ocasión me atreví a hacer literatura de ficción en este blog dedicado a la ciudad de París.

Fue un post donde situaba, dentro del mapa actual de París, a cada una de las viviendas de los famosos mosqueteros del Rey a los que dio vida literaria Alejandro Dumas en la obra «Los tres mosqueteros» (lo pueden ver en este enlace). Hoy vamos a hacer un trabajo similar.

Uno de los libros cuya acción se recrea en París que más me han divertido últimamente es el que pueden ver en la cabecera de este post: «Me encontrarás en el fin del mundo», de Nicolás Barreau.

Me encontrarás en el fin del mundo, de Nicolas Barreau.

Me encontrarás en el fin del mundo, de Nicolas Barreau.

En él se cuenta la historia del atractivo Jean-Luc Champollion, quien es el propietario de una conocida galería de arte (Galería du Sud) en París. Acostumbrado a tener éxito con las mujeres, su única ambición es disfrutar de la vida en compañía de hermosas damas y de Cézanne, su adorado perro dálmata.

Un día, Jean-Luc recibe una misteriosa carta de amor… sin remitente. Intrigado, acepta el juego que le propone la desconocida y, sin pensárselo dos veces, inicia con ella una deliciosa correspondencia. Por supuesto, lo único que quiere es descubrir la identidad de esa mujer que tantos detalles conoce de su vida y a la que nunca ha visto en persona… ¿o tal vez sí?

Jean-Luc y la Principessa (así la llama a este enigmático personaje femenino) se desenvuelven principalmente por el Barrio de Saint Germain, unos de los barrios con más vida de París y con un evidente atractivo turístico. Lo que hoy pretendo hacer es descubrir, junto con vosotros lectores, nueve de los lugares que son citados en el libro y que, curiosamente todos tienen un carácter marcadamente romántico y decimonónico. Comencemos.

 

1.- Hôtel Duc de Saint Simon.

Es uno de los lugares principales del libro. Allí trabaja, en la recepción, Luisa Conti. Esa mujer que se enamora de Jean-Luc pero no atreve a decírselo directamente. Establece un juego de cartas y emails con el galerista para llevarlo a su terreno de conquista.

Hotel Duc de Saint Simon.

Hôtel Duc de Saint Simon.

Las habitaciones y suites del Hôtel Duc de Saint Simon tienen un estilo único, decoradas con muebles antiguos y telas muy ricas en calidad y elegancia. El hotel está construido sobre una casa histórica del siglo XVIII y se han conservado muchos de los detalles originales.

Está situado en el número 14 de la Rue de Saint Simon y lo pueden ver en este enlace.

Hotel Duc de Saint Simon.

Hôtel Duc de Saint Simon.

Hotel Duc de Saint Simon.

Hôtel Duc de Saint Simon.

El Bar del Hotel Duc de Saint Simon.

El Bar del Hôtel Duc de Saint Simon.

Hotel Duc de Saint Simon.

Hôtel Duc de Saint Simon.

 

2.- «Le Restaurant» en l´Hôtel Le Belier.

El Hôtel Le Belier es un hotel muy conocido en la zona de Saint Germain. Está situado en la Rue des Beaux Arts, entre la Rue Bonaparte y la Rue de Seine, a pocos pasos del Pont des Arts.

Le Restaurant, en el Hotel Le Belier.

Le Restaurant, en el Hôtel Le Belier.

En su interior nos encontramos con «Le Restaurant», un restaurante de cocina francesa muy demandado por el público por su extraordinaria calidad. Le Restaurant es el restaurante preferido de Jean-Luc Champollion, de hecho allí es donde lleva a cenar a un cliente chino, Monsieur Tang, que se había interesado por las obras expuestas en su galería de arte.

Le Restaurant, en el Hotel Le Belier.

Le Restaurant, en el Hotel Le Belier.

Así se define en su web: » Íntimo y acogedor, Le Restaurant es uno de los restaurantes más románticos y seductores de París. Está decorado con asientos acolchados de felpa, columnas de mármol verde y tela de seda que cubren las paredes. Los interiores son tan cautivadores como el patio al aire libre, en él podemos disfrutar de una terraza adoquinada con una hermosa fuente y una pared adornada por la naturaleza verde. Los menús del chef Julien Montbabut son igualmente distintivos, desplegando técnicas clásicas para crear alimentos modernos, ligeros y frescos.»

Le Restaurant, en el Hotel Le Belier.

Le Restaurant, en el Hôtel Le Belier.

Le Berlier.

Le Berlier.

Le Berlier.

Le Berlier.

Le Berlier.

Le Berlier.

3.- Café La Palette.

El tecero de los lugares a visitar en este primer post es un café situado en la Rue de Seine, un famoso café del barrio donde, además, se puede degustar un buen vino de Burdeos acompañado de una tabla de quesos franceses. Es un sitio acogedor, con servicio tanto en el interior del local como en el exterior.

Café La Palette.

Café La Palette.

Así se presentan ellos en su web: «Situado en el distrito 6 de París, en la intersección de la Rue de Seine con la Rue Jacques Callot, La Palette dispone de dos salas: el bar, pequeño y acogedor , y en la pate de atrás, una sala más amplia decorada con cerámica de los años 1930-40 y numerosos cuadros.
La Palette es famoso por su amplia terraza con vistas a la calle Jacques Callot. Su fachada y el interior del comedor han sido reconocidos como monumento histórico.
Este restaurante, originalmente, era un lugar de reunión tradicional para los estudiantes de Bellas Artes, galeristas y artistas parisinos y de la jet-set nacional e internacional. Era frecuentado por Cézanne, Picasso y Braque, más tarde por Ernest Hemingway y Jim Morrison y hoy en dia por Harrison Ford y Julia Roberts, entre otras celebridades.»

Café La Palette.

Café La Palette.

Café La Palette.

Café La Palette.

 

4.- La Sabbia Rosa.

Un poco de picante tiene que existir en una novela romántica. Este es el caso de esta pequeña tienda de lencería situada en el 73 de la Rue des Saint-Pères, a pocos pasos del Boulevard Saint Germain por su zona del Café de Flore.

Es allí donde acude Jean-Luc Champollion para comprar un regalo a una de sus amigas, cosa que después le traerá algún equívoco con la Principessa.

La Sabbia Rosa.

La Sabbia Rosa.

La Sabbia Rosa.

La Sabbia Rosa.

La Sabbia Rosa.

La Sabbia Rosa.

La Sabbia Rosa.

La Sabbia Rosa.

La Sabbia Rosa.

La Sabbia Rosa.

 

5.- Le Petit Zinc.

Otro de los restaurantes favoritos de Jean-Luc Champollion. Situado en la Rue Saint Benoît.

Le Petit Zinc es un restaurante situado en pleno corazón de Saint Germain y es famoso por su decoración art noveau y por sus especialidades incluyendo aquellos frutos del mar que preparan cocidos en una corteza de arcilla. Lo podéis ver en este enlace.

Le Petit Zinc.

Le Petit Zinc.

Le Petit Zinc.

Le Petit Zinc.

Le Petit Zinc.

Le Petit Zinc.

Le Petit Zinc.

Le Petit Zinc.

Le Petit Zinc.

Le Petit Zinc.

Le Petit Zinc.

Le Petit Zinc.

Continúa en el siguiente post: «París visto a través del libro «Me encontrarás en el fin del mundo». (2)»

París visto a través del libro «Me encontrarás en el fin del mundo». (2)

 

Después de descubrir cinco de los principales lugares donde acontece la acción de la obra de Nicolas Barreau, hoy vamos a conocer otros cuatro igualmente elegantes, románticos  y con cierto toque decadente. De estos cuatro, dos de ellos estarán situados en el barrio de Saint Germain, el tercero,  junto al Museo del Louvre y el cuarto nos lleva hasta la Gare de Lyon, una de las principales estaciones de trenes de la capital. Comencemos con el sexto elemento de la lista.

 

6.- Hotel des Marronniers.

El Hôtel des Marroniers es un tres estrellas parisino situado en el número 21 de la Rue Jacob, está situado pasando un portón que conduce a un patio empedrado tras el que vemos la puerta abovedada de acceso al edificio.

Lo puedes ver en este enlace.

Hôtel des Marronniers.

Hôtel des Marronniers.

Texto de la obra donde se describe al Hôtel des Marronniers.

Texto de la obra donde se describe al Hôtel des Marronniers.

Hôtel des Marronniers.

Hôtel des Marronniers.

Hôtel des Marronniers.

Hôtel des Marronniers.

Hôtel des Marronniers.

Hôtel des Marronniers.

Hôtel des Marronniers.

Hôtel des Marronniers.

 

7.- Café Marly.

Con unas vistas extraordinarias hacia el patio interior del palacio que recoge entre sus paredes al Museo del Louvre, nos encontramos uno de los cafés más filmados en la cinematografía de París. También Barreau acude a él para situar allí algunas escenas de su novela romántica. Allí, frente a la famosa pirámide de cristal diseñada por I. M. Pei, Jean-Luc ha tomado más de un café acompañado por sus amigos.

Lo pueden ver en este enlace.

Café Marly.

Café Marly.

Café Marly.

Café Marly.

Café Marly.

Café Marly.

Café Marly.

Café Marly.

Café Marly.

Café Marly.

 

8.- Le Train Bleu.

En la Gare deLyon ocurre una de las escenas más excitantes de toda la obra. La Principessa da una pista a Jean-Luc diciéndole que va a ir al restaurante Le Train Blue, situado en lavare de Lyon. Allí se despedirá de una amiga que sale de viaje. Jean-Luc, con ánimo de descubrir quién es su enamorada secreta corre hacia allí para descubrirla.

No lo consigue. Si quieren conocer mejor este restaurante pueden hacerlo en este enlace.

Le Train Bleu.

Le Train Bleu.

Le Train Bleu.

Le Train Bleu.

Le Train Bleu.

Le Train Bleu.

Le Train Bleu.

Le Train Bleu.

Le Train Bleu.

Le Train Bleu.

Le Train Bleu.

Le Train Bleu.

 

9.- Du Bout Du Monde.

En realidad en la obra habla de «Au Bout du Monde» aunque el establecimiento donde se desarrolla la escena final de la obra se llama como indica la cabecera, «Du Bout Du Monde», en la Rue du Bac.

Allí Jean-Luc Champollion acude en busca de su Principessa. Allí descubre que la Principessa que estaba buscando en realidad la había tenido siempre delante, era su amiga, la recepcionista del Hôtel Duc de Saint Simon, Luisa Conti.

El lugar es descrito por el autor en el epílogo. Lo pueden ver en este enlace.

Extracto del final de la obra "Me encontrarás en el fin del mundo".

Extracto del final de la obra «Me encontrarás en el fin del mundo».

Du Bout du Monde.

Du Bout du Monde.

El hombre que atravesaba las murallas.

Le Passe-Muraille. Ese es el nombre que los parisinos le dan a esta escultura que ven en la foto.

El hombre que atravesaba las paredes. Montmartre. Fotografía de Elena Jiménez.

Se trata de una obra del escultor Jean Marais inaugurada el 25 de febrero de 1989 y colocada sobre una de las paredes de la Place Marcel Aymé, en pleno corazón de Montmartre, justo en el centro de cuatro de los puntos más conocidos del barrio como pueden ser la Place Dalila (al oeste), la Rue Lepic (al sur), los viñedos de Montmartre (al norte) y el restaurante Le Consulat (al este). Pero lo más importante de todo es que está situada justo delante de la casa que habitó el escritor Marcel Aymé en su estancia en París.

Ahora conoceremos su historia pero antes… un aperitivo… cuenta la leyenda que aquel que estrecha la mano del pasa-murallas volverá a París. Así que… anímense.

Todo comenzó con el escritor Marcel Aymé quien, en 1943, escribió un relato que nos habla del señor Dutilleul, a quien se le llamó el “pasa-murallas”, ya que este empleado de una triste oficina descubrió que tenía el poder de atravesar los muros. Al comienzo no sabía para qué le podía servir tal habilidad, pero pronto vio que era una buena forma de planear ciertas venganzas a algún odioso compañero de trabajo. E incluso más tarde descubrió que su capacidad para cruzar los muros le podría hacer rico, cometiendo diversos robos, y aunque le atraparan, siempre podía huir de cualquier cárcel. No obstante, el final de sus aventuras es muy triste y acabó de emparedado, sin poder salir de un muro, que el relato precisamente ubica en esa zona de París.

El personaje alcanzó cierta fama desde su publicación en 1943. Y mucho después se hizo eco de él Jean Marais, quién proyectó esta escultura «Le passe-muraille» en la plaza parisina donde vivía el literato y donde ambientaba muchas de sus obras.

Hoy en día es un atractivo añadido al bello y bohemio barrio de Montmartre y muchos visitantes se acercan a la escultura para estrechar la mano, mano cuya pátina negra se encuentra desgastada de dar la bienvenida a los que la tocan.

Para los que quieran leer el cuento, aquí abajo tienen el texto. No es muy largo y seguro que puede darte diez minutos de placer literario mientras descubres este rincón de París de manos de Marcel Aymé.

El hombre que atravesaba las paredes.

Había en Montmartre, en el tercer piso del 75 bis de la rue d’Orchampt, un buen hombre llamado Dutilleul, que tenía el don singular de atravesar las paredes sin la menor dificultad. Llevaba impertinentes, una barbita negra, y era empleado de tercera en el Ministerio de Registros. En invierno, iba a su oficina en autobús, y, cuando hacía buen tiempo, hacía el trayecto a pie, bajo su sombrero  hongo.

Dutilleul acababa de cumplir cuarenta y tres años cuando tuvo la revelación de su poder. Una noche, le sorprendió un breve apagón de luz en el vestíbulo de su pequeño piso de soltero, palpó un momento las tinieblas y, vuelta la corriente, se encontró en el rellano del tercer piso. Como su puerta de entrada estaba cerrada con llave por dentro, el incidente le dio mucho que pensar, hasta que decidió entrar en su casa como había salido: pasando a través del muro. Esta extraña facultad, que parecía no responder a ninguna de sus aspiraciones, no dejaba de contrariarle un poco y, el sábado por la mañana, aprovechando la semana inglesa, fue a ver a un médico del barrio para exponerle su caso. El doctor pudo convencerse de que decía la verdad y, tras examinarle, descubrió la causa del mal en un endurecimiento helicoidal de la pared estrangular del cuerpo tiroides. Le prohibió que trabajara con exceso, y le dio una mezcla de polvo de pireta tetravalente con harina de arroz y hormona de centauro, para que tomara dos cápsulas al año.

Tomada la primera, Dutilleul dejó el medicamento en un cajón y no volvió a acordarse de él. En cuanto al trabajo, su actividad de funcionario estaba regulada por hábitos poco propicios al exceso, y sus horas de ocio, consagradas a la lectura del periódico y a su colección de sellos, no le obligaban a un gasto excesivo de energía. Al cabo de un año, tenía, pues, intacta la facultad de pasar a través de las paredes, pero no la utilizaba, a no ser por descuido, pues era poco dado a las aventuras y reacio a dejarse llevar por la imaginación. Ni siquiera se le ocurría la idea de entrar en su casa más que por la puerta, y tras haberla abierto debidamente metiendo la llave en la cerradura. Quizá hubiera llegado a viejo en la paz de sus costumbres, y sin haber sentido la tentación de poner sus dotes a prueba, si un acontecimiento extraordinario no hubiera venido a trastornar su existencia. M. Mouron, el subjefe de su oficina, fue llamado a otras funciones y reemplazado por un tal M. Lécuyer, hombre de palabra corta y bigote a cepillo. Desde el primer día, el nuevo subjefe vio con malos ojos el que Dutilleul llevara impertinentes con cadenita y una barbita negra, y empezó a tratarlo como si fuera un trasto incómodo y un poco pringoso. Pero lo peor es que pretendía introducir en el servicio reformas de un alcance considerable y que parecían hechas sólo para turbar la paz de su subordinado. Desde hacía veinte años, Dutilleul empezaba sus cartas con la fórmula siguiente: “Con relación a su apreciada de tantos del corriente, y con referencia a nuestra correspondencia anterior, tengo el honor de informarle…” Fórmula a la que M. Lécuyer quiso sustituir por otra de tono más americano: “En respuesta a su carta de tantos de tantos, le informo…” Dutilleul no pudo acostumbrarse a estos usos epistolares. Muy a pesar suyo volvía a la manera de siempre con una obstinación maquinal que le valió la enemistad creciente del subjefe. La atmósfera en el Ministerio de Registros le resultaba opresiva. Por la mañana iba a su trabajo con aprensión, y por la noche, en la cama, tenía que pasarse a veces meditando un cuarto de hora largo antes de llegar a conciliar el sueño.

Molesto por esta voluntad retrógrada que comprometía el éxito de sus reformas, M. Lécuyer había relegado a Dutilleul a un reducto en penumbra, contiguo a su despacho. Se llegaba a él por una puerta baja y estrecha que daba al pasillo y que llevaba aún la inscripción en letras mayúsculas: “Trastero”. Dutilleul aceptó con aire resignado esta humillación sin precedentes, pero, a veces, ya en casa, leyendo en el periódico el relato de cualquier incidente sangriento, se sorprendía soñando con que M. Lécuyer era la víctima.

Un día, el subjefe hizo irrupción en su reducto blandiendo una carta y desgañitándose:

– ¡Haga el favor de rehacer este borrador! ¡Haga el favor de volver a escribir esta carta vergonzosa que deshonra mi departamento!

Dutilleul quiso protestar, pero M. Lécuyer, con voz tronante, le trató de cucaracha rutinaria, y, antes de marcharse, tras hacer una bola de papel con la carta que llevaba aún en la mano, se la tiró a la cara. Dutilleul era modesto, pero tenía su orgullo. De nuevo solo en su reducto, se notó febril y, de pronto, dominado por la inspiración. Abandonando su sillón, penetró en el muro que separaba su despacho del que ocupaba el subjefe, pero entró con prudencia, de modo que sólo su cabeza emergiera al otro lado. M. Lécuyer, sentado a su mesa de trabajo, estaba desplazando con pluma aún nerviosa una coma del texto de un empleado sometido a su aprobación, cuando oyó toser en su despacho. Alzando los ojos descubrió con indecible azoramiento la cabeza de Dutilleul, pegada al muro como si fuera un trofeo de caza. Pero esta cabeza tenía vida. A través de los impertinentes de cadenilla, clavaba en él una mirada de odio. Y, aún más, la cabeza empezó a hablar.

– Señor – dijo – es usted un granuja, un zopenco y un galopín.

Boquiabierto de horror, M. Lécuyer no podía apartar los ojos de esta aparición. Al fin, levantándose de su sillón, salió al pasillo y corrió hacia el reducto. Dutilleul, pluma en mano, estaba en su lugar habitual, en actitud apacible y laboriosa. El subjefe le miró largamente y, tras haber balbuceado algunas palabras, se volvió a su despacho. Apenas acababa de sentarse, cuando reapareció la cabeza en la pared.

– Señor, es usted un granuja, un zopenco y un galopín.

A lo largo de esta sola jornada, la temida apareció veintitrés veces en el muro y, en los días siguientes, lo siguió haciendo con la misma cadencia. Dutilleul, que había adquirido cierta habilidad en este juego, ya no se contentaba con cubrir de invectivas a su jefe. Profería también amenazas oscuras, exclamando, por ejemplo, con voz sepulcral, puntuada de risas realmente demoníacas.

– El hombre – lobo, el hombre – lobo (risa). Cuando lo ve tiembra el demonio (risa).

Y, al oír esto, el pobre subjefe palidecía un poco más, jadeaba, se erizaban sus cabellos y le fluía por la espalda un sudor agónico. El primer día adelgazó una libra. A lo largo de la semana, aparte de seguir adelgazando a ojos vista, tomó la costumbre de comer la sopa con tenedor y a saludar militarmente a los municipales. Al cabo de dos semanas llegó un día una ambulancia a su casa y se lo llevó al manicomio.

Dutilleul, liberado de la tiranía de M. Lécuyer, pudo volver a sus amadas fórmulas: “Con relación a su apreciada de tantos del corriente…” Sin embargo, no estaba satisfecho. Algo en él se alzaba imperiosamente con una necesidad nueva, que no era otra que atravesar paredes. Sin duda lo podía hacer con facilidad, por ejemplo, en su casa, donde por cierto no le faltaban. Pero el hombre que posee dotes tan brillantes, no puede permanecer mucho tiempo ejercitándolas sobre un objeto mediocre. Pasar a través de los muros no es cosa que pueda constituir un objeto en sí, es el punto de partida de una aventura que exige una continuación, un desarrollo y, en suma, una gratificación. Dutilleul lo comprendió muy bien. Sentía en sí una necesidad de expansión, un deseo creciente de realizarse y de superarse, y también cierta nostalgia que era algo así como una llamada a atravesar muros. Desgraciadamente, le faltaba un objetivo. Buscó su inspiración en la lectura del periódico, particularmente en los capítulos de política y de deporte, que le parecían actividades honorables, pero al fin se dio cuenta de que no ofrecían ninguna salida a gente capaz de atravesar las paredes, y se concentró en una serie de hechos que pronto resultaron como extremadamente sugestivos.

El primer establecimiento que desvalijó Dutilleul fue un banco de la orilla derecha del Sena. Tras atravesar una docena de muros y tabiques, entró en la caja fuerte, se llenó los bolsillos de billetes y, antes de marcharse, firmó su latrocinio con tiza roja, con el pseudónimo de “El Hombre- lobo”, añadiendo un párrafo muy hermoso que al día siguiente reprodujeron todos los periódicos. Al cabo de una semana, “El Hombre-lobo” se había convertido en una celebridad. El público mostraba sin reservas su simpatía hacia este desvalijador que se burlaba con tanta gracia de la policía. Cada noche se apuntaba un nuevo éxito, en detrimento de un banco, de una joyería o de un rico particular. Tanto en París como en provincias no había mujer, por poco romántica que fuera, que no soñara con pertenecer en cuerpo y alma al terrible Hombre-lobo. Tras el robo del famoso brillante de Burdigala y el golpe en El Ministro del Interior tuvo que dimitir, arrastrando en su caída al Ministro de Registros. No obstante, Dutilleul, que se había convertido en uno de los hombres más ricos de París, seguía apareciendo puntualmente en su oficina y se hablaba de él para las palmas académicas. Por la mañana, en el Ministerio de Registros, su mayor placer era escuchar los comentarios de sus colegas sobre las hazañas del día anterior. “Este Hombre-lobo, decían, es un tipo formidable, un superhombre, un genio”. Y, al oír tales elogios, Dutilleul se ruborizaba confuso y, tras las antiparras de cadenilla, brillaba su mirada, amistosa y agradecida. Un día, esta atmósfera de simpatía le hizo confiarse hasta el punto de que no quiso mantener por más tiempo su secreto. Con un resto de timidez, miró largamente a sus colegas agrupados en torno del periódico que relataba el desvalijamiento del Banco de Francia, y dijo con voz modesta: “El Hombre-lobo soy yo”. Una carcajada enorme, interminable, acogió la confidencia de Dutilleul, que, desde entonces, y en burla, fue conocido con el mote de El Hombre-lobo. Por la tarde, a la hora de salir del ministerio, seguía siendo objeto de bromas sin fin por parte de sus colegas, y la vida empezaba a parecerle menos bella.

Días más tarde, el Hombre-lobo se dejó coger por una ronda de noche en una joyería de la Rue de la Paix. Había dejado su firma en el mostrador, y se había puesto a cantar una canción tabernaria mientras rompía varias vitrinas con ayuda de un copón de oro macizo. Le hubiera sido fácil hundirse en un muro y desaparecer así de la patrulla, pero todo permite creer que quería ser detenido, y probablemente con el único objeto de confundir a sus colegas, cuya incredulidad le había mortificado. Éstos, en efecto, quedaron boquiabiertos al día siguiente cuando vieron la foto de Dutilleul en primera página en todos los periódicos. Y lamentaron amargamente haber menospreciado a su genial camarada y, en homenaje a él, se dejaron crecer una barbita en punta. Algunos, incluso, arrastrados por los remordimientos y por la admiración, intentaron echar mano a la cartera o al reloj de algún amigo o conocido.

Se podría creer que el hecho de dejarse coger por la policía sólo para asombrar a unos compañeros de trabajo muestra cierta ligereza, indigna de un hombre excepcional, pero la fuerza aparente de la voluntad es muy poca coa ante tal determinación. Al renunciar a la libertad, Dutilleul creía ceder a un orgulloso deseo de revancha, cuando en realidad se limitaba a deslizarse por la pendiente de su destino. Para un hombre que atraviesa las paredes, no hay carrera que valga la pena si no ha probado al menos una vez la cárcel. Cuando Dutilleul penetró en los locales de la Santé tuvo la impresión de que era un mimado de la fortuna. El espesor de los muros era para él un verdadero regalo. Al día siguiente de su encarcelación, los guardias descubrieron estupefactos que el prisionero había clavado un clavo en el muro de su celda y colgaba en él un reloj de oro perteneciente al director de la cárcel. Dutilleul no quiso, o no pudo, revelar cómo este objeto había llegado a sus manos. Devolvieron el reloj a su propietario y, al día siguiente, encontraron en la cabecera de la cama del Hombre-lobo el tomo primero de Los tres mosqueteros, desaparecido de la biblioteca del director. El personal de la cárcel estaba en pleno asombro. Los guardianes se quejaban además de recibir patadas en el trasero, cuya procedencia era inexplicable. Parecía como si las paredes tuvieran, no ya orejas, sino pies. El Hombre-lobo llevaba ya una semana de detención, cuando el director de la Santé, al entrar una mañana en su despacho, encontró sobre la mesa la siguiente carta:

«Señor director: 

Con relación a nuestra grata entrevista del 17 del corriente y en relación con sus instrucciones generales del 15 de mayo ppdo., me complazco en informarle de que he terminado de leer el segundo tomo de Los tres mosqueteros, y que tengo previsto evadirme esta noche, entre las once y veinticinco y las once y treinta y cinco minutos. Le ruego, señor director, que acepte la expresión de mi más sincero respeto. 

El Hombre-lobo.»

Pese a la estrecha vigilancia a que fue sometido esta noche, Dutilleul se evadió a las once treinta. Conocida por el público a la mañana siguiente, la noticia provocó en todas partes magnífico entusiasmo. No obstante, y tras realizar un nuevo asalto que llevó al colmo su popularidad, Dutilleul no parecía cuidarse mucho de ocultarse, y circulaba por Montmartre sin la menor precaución. Tres días después de evadirse de la cárcel fue detenido de nuevo en la Rue Caulaincour, en el café du Rêve, poco antes del mediodía, mientras veía un vaso de vino blanco con los amigos.

Llevado de nuevo a la Santé y encerrado con triple cerrojo en un sombrío calabozo, el Hombre-lobo escapó aquella mismoa noche y se fue a dormir al piso del director, en la habitación reservada a los amigos. Al día siguiente, hacia las nueve de la mañana, llamó a la criada para que le trajeran el desayuno, y se dejó detener en la cama, sin resistencia, por los guardianes, debidamente alertados. El director, indignado, puso guardias a la puerta de la celda y lo dejó allí a pan y agua. Hacia el mediodía, el prisionero se largó a comer a un restaurante próximo a la cárcel y, tras tomar café, llamó al director:

– Oiga… ¿El director? Lo siento, pero en el momento de salir me olvidé de robarle la cartera, y estoy sin blanca en el restaurante. ¿Podría mandar a alguien para que pague la cuenta?

Acudió el director en persona y se dejó llevar por la ira hasta el punto de proferir amenazas e injurias. Afectado en su orgullo, Dutilleul se evadió la noche siguiente para no volver más. Esta vez, tomó la precaución de afeitarse su barbita blanca y reemplazó sus impertinentes de cadenilla por unas gafas de concha. Una gorra de deporte y un traje a cuadros anchos con pantalón de golf acabaron de transformarlo. Se instaló en un pequeño apartamento de la Avenue Junot donde, desde antes de su primera detención, había hecho trasladar una parte de su mobiliario y objetos a los que se sentía más ligado. Su fama empezaba a fatigarle, y desde su estancia en la Santé estaba un poco harto del placer de atravesar paredes. Las más gruesas, las más orgullosas, le parecían simples tabiques, y soñaba con penetrar hasta el fondo de alguna maciza pirámide. Mientras maduraba el proyecto de un viaje a Egipto, llevaba una vida apacible, dividida entre su colección de sellos, el cine y largos paseos por Montmartre. Su metamorfosis era tan completa que pasaba, afeitado y con gafas, sin ser reconocido junto a sus mejores amigos. Sólo el pintor Gen Paul, a quien nada escapaba de lo que ocurriera en la fisonomía de cualquier habitante del barrio, acabó por desvelar su verdadera identidad. Una mañana en que se encontró de narices con Dutilleul en una esquina de la rue de l’Abreuvoir, no pudo contenerse y le dijo con su rudo lenguaje:

– Oye, tío, por lo visto te bandas de peluqui pa que no te magre la borda – lo que, más o menos, en lenguaje vulgar viene a ser: ya veo que te vistes con elegancia para que no te coja la policía.

– ¡Diablo! – murmuró Dutilleul. ¿Me has reconocido?

Y quedó tan desconcertado que decidió apresurar su partida para Egipto. Fue por la tarde, aquel mismo día, cuando se enamoró de una belleza rubia con quien se había cruzado dos veces en un cuarto de hora en la rue Lepic. Inmediatamente olvidó su colección de sellos, Egipto y las pirámides. Por su parte, también la rubia lo había mirado con mucho interés. Nada hay que hable más a la imaginación de las jóvenes de hoy como unos pantalones de golf y unas gafas de carey. Esto suena a director de cine, y empiezan de inmediato a soñar con cócteles y con las noches de California. Desgraciadamente, la bella, según se informó Dutilleul a través de Gen Paul, estaba casada con un tipo brutal y celoso. Este marido suspicaz, que por otra parte llevaba una vida de desenfreno, dejaba abandonada a su mujer, con toda regularidad, entre las diez de la noche y las cuatro de la mañana, aunque, antes de salir, tomaba la precaución de encerrarla en su habitación, con dos vueltas de llave y todas las persianas cerradas con candados. Durante el día, la vigilaba estrechamente e incluso llegaba a seguirla por las calles de Montmartre.

– Siempre como en Chirona. Ya ves. El muy tronao no quiere que venga otro momio a picársela.

Pero esta advertencia de Gen Paul no hizo más que inflamar a Dutilleul. Al día siguiente, al cruzarse con la joven en la rue Tholozé, se atrevió a seguirla hasta una lechería y, mientras ella esperaba a que la sirvieran, se acercó y le dijo que la amaba respetuosamente, que lo sabía todo: lo del marido cruel, lo de la puerta y lo de las persianas, pero que aquella misma noche iría a su habitación. La rubia se ruborizó, le tembló en las manos el pote de la leche, suspiró débilmente, y dijo:

– ¡Ay, señor! ¡Eso es imposible!

Por la noche, aquel radiante día, hacia las diez, Dutilleul estaba ya de guardia en la rue de Norvins vigilando una robusta tapia tras la que se encontraba una casita de la que sólo podía ver la velta y la chimenea. Se abrió una puerta en la tapia y apareció un hombre que, después de cerrarla cuidadosamente con llave tras él, bajó por la avenida Junot. Dutilleul esperó hasta verle desaparecer, muy lejos, al doblar una esquina, y contó todavía hasta diez. Entonces, se lanzó, se introdujo en el muro a paso de gimnasia y, atravesando siempre los obstáculos, penetró en la habitación de la hermosa reclusa. Ella lo acogió con embriaguez, y ambos se amaron hasta una hora avanzada.

Al día siguiente, Dutilleul tuvo la contrariedad de sufrir violentos dolores de cabeza. La cosa no tenía importancia, y por tan poco no iba a dejar de acudir a la cita. Sin embargo, habiendo descubierto por casualidad una de las cápsulas olvidadas en el fondo de un cajón, tomó una por la mañana y otra por la tarde. Llegada la noche, los dolores de cabeza eran soportables, y la exaltación se los hizo olvidar. La joven lo esperaba con la impaciencia nacida en ella por los recuerdos de la víspera, y esta noche estuvieron amándose hasta las tres de la madrugada. Cuando se fue, Dutilleul, al atravesar los muros y los tabiques de la casa, tuvo la impresión de sentir un roce nada habitual en los hombros y en las caderas. No obstante no creyó que mereciera mayor atención. Pero al penetrar por le muro de la tapia notó de nuevo una clara sensación de resistencia. Le parecía moverse en una materia aún fluida, pero que iba volviéndose pastosa y que cobraba consistencia a medida que él se esforzaba en abrirse paso. Al fin logró entrar todo él en el espesor del muro, y entonces se dio cuenta de que no avanzaba, y recordó cont error las cápsulas. Estas cápsulas, que había tomado por aspirina, contenían en realidad el polvo de pireta tetravalente que le había recetado el doctor un año atrás. El efecto de este medicamento, unido al del surmenage intensivo, se manifestaron de manera súbita.

Dutilleul estaba como congelado en el interior de la tapia. Y sigue aún hoy incorporado a la piedra. Los noctámbulos que bajan por la rue Norvins a la hora en que el rumor de París se ha calmado, oyen una voz mortecina que parece venir de ultratumba y que ellos toman por la queja del viento que silba en las encrucijadas de la Butte. Es el Hombre-lobo Dutilleul, que lamenta el fin de su gloriosa carrera y se manifiesta la nostalgia de unos amores demasiado breves. Algunas noches de invierno, el pintor Gen Paul, descolgando su guitarra, se aventura por la soledad sonora de la rue Norvins para consolar con una canción al pobre prisionero, y las notas que escapan de sus dedos entumecidos penetran en el corazón de piedra como gotas del claro de luna.

FIN.

Trocadero, el nombre más español de un jardín parisino.

 

Vista de los Jardines de Trocadero desde la Torre Eiffel.

La foto de arriba es, sin duda, una de las imágenes más icónicas de París.

Cuantos visitantes han subido a la Torre Eiffel (y todos los años somos millones) hemos tenido esta inmensa vista que atraviesa el Sena a través del Pont d´Iena, continua por el inmenso jardín verde que acompaña a los chorros de agua de la Fuente de Varsovia, se detiene en el monumental Palais Chaillot que nos acoge con sus dos brazos abiertos y se aleja por el fondo sobre los edificios modernos del Barrio de La Défense. Pues hoy vamos a hablar un poquito de esta zona verde del centro de la fotografía, cuyo punto de atracción es el agua de las fuentes y supone un espacio de ocio para paseantes y sobre todo, para los amantes de los patines, patinetes y skates y que tiene el sugerente nombre de «los Jardines de Trocadero».

Pero atendamos un momento a una curiosidad que atañe a la nomenclatura de los lugares de París. En muchos casos, los nombres de las cosas hablan de ellas mismas como un libro abierto, por eso es interesante conocer de dónde proviene, a qué hecho se refiere, a qué personaje o lugar perpetúa en la memoria de la ciudad cada uno de los nombres propios de los rincones de esta ciudad.

Y éste no iba a ser un caso distinto: Trocadero, un nombre español. ¿Saben a qué hace referencia? Vamos a viajar en el tiempo a un lugar, Cádiz, a una fecha, 31 de agosto de 1823 y a una batalla, la Batalla de Trocadero entre el victorioso ejército francés y el heroico ejército liberal español. Lo vamos a ver.

Los Jardines de Trocadero vistos desde el Palais Chaillot.

HISTORIA DE UNA BATALLA.

La batalla de Trocadero fue un enfrentamiento  entre  tropas francesas al mando del Duque de Angulema, conocidas con el sobrenombre de los Cien Mil Hijos de San Luis y el ejército constitucional y liberal español, aquel que defendía al gobierno legítimo instaurado con la reposición de la Constitución de Cádiz de 1812.

Fue el acto final de dicho gobierno, el canto del cisne del Trienio Liberal, durante el cual Fernando VII hubo de jurar la Constitución (“marchemos todos juntos y yo el primero por la senda constitucional”). La victoria francesa permitió que el rey pudiera salir de la ciudad de Cádiz, en donde se encontraba retenido, para regresar a Madrid como rey absoluto, derogando la Constitución e implantando de nuevo (ya lo había hecho en 1814, cuando Napoleón le permitió regresar a España) su régimen tiránico, retomando de nuevo una feroz represión contra los liberales.

Batalla de Trocadero.

La acción bélica tuvo lugar en El Trocadero, una de las islas que componen la bahía de Cádiz, junto al itsmo de Matagorda  que divide esta en dos. Los españoles construyeron el caño de cortadura, que dividía el itsmo y dificultaba su acceso por tierra.  En la parte más cercana a Cádiz, justo frente a Los puntales, potente batería del puerto gaditano, se encontraba el Fuerte de San Luís o Fort Luis, punto estratégico desde el que los franceses ya bombardearon Cádiz durante la Guerra de la Independencia, en aquella ocasión sin éxito, pues las Cortes reunidas en la Isla de León, en ausencia del rey, proclamaron la primera carta magna de nuestra historia, conocida popularmente con el sobrenombre de “La Pepa”.

En esta ocasión,  casi diez años después, fueron las tropas comandadas por el hijo del rey francés Charles X,  Louis Antoine d’Artois, Duque de Angulema, las que trataron de tomar Cádiz por tierra, comenzando por conquistar el Trocadero, punto estratégico que a buen seguro les permitiría tener el acceso a una Cádiz expedita. Los franceses comenzaron el reconocimiento del terreno a mediados de Julio, mientras los españoles se apostaban raudos a reconstruir las fortificaciones  de Fuerte San Luís y Matagorda, seriamente dañadas desde la anterior contienda.

Plano de Cádiz y la Isla de Trocadero.

Para impedir el avance francés se habían situado en la orilla del canal de la Cortadura, único acceso al istmo, diversos sistemas defensivos que dificultaran un posible avance de la infantería gala, entre ellos diversas líneas de trincheras y montículos dispuestos con artillería.  Sin embargo a finales de agosto los franceses bombardearon las posiciones hispanas, en particular las defensas del Trocadero. La noche del 31 con las bayonetas alzadas y el agua al pecho atravesaron sigilosamente  el canal y accedieron a las primeras líneas de defensa cogiendo por sorpresa a los españoles.

La confusión se adueñó de la posición española y la oscuridad, embarullando unos con otros, provocó un caos que se tornó en tragedia.  El coronel Grases, al mando de la plaza, ordenó la retirada con objeto de recomponer la situación pero entonces los franceses machacaron las enclenques posiciones españolas aprovechándose de las mismas defensas abandonadas, utilizando granadas de mano, aniquilando a la gran mayoría de los que todavía huían. El Fuerte San Luís cayó por la mañana, tras haber perecido muchos en una precipitada  huída hacia Cádiz. Se calcula que los españoles tuvieron alrededor de 300 bajas.  Tomado el fuerte, los franceses procedieron a bombardear Cádiz hasta que esta tuvo que capitular.

Fernando VII engañó nuevamente a los liberales prometiéndoles una paz honrosa que acabó en sangrienta represión una vez que el rey estuvo en la península junto a su primo el Duque de Angulema, jefe del ejército invasor.

Las fuentes y estanques de Trocadero.

La batalla de Trocadero no fue importante a no ser porque los franceses trataron de equipararla a otras de sus grandes victorias históricas con el objetivo de engrandecer  el nombre de su imperio. En realidad no pasó de ser una escaramuza entre regimientos aunque a la postre tuviese un resultado tan negativo para nuestros intereses.

La capitulación de Cádiz significó  diez años más de absolutismo y sufrimiento para el castigado pueblo español. Sin embargo, curiosidades de la historia, la Francia de la Revolución de la libertad homenajea esta victoria que trajo el absolutismo s España con un magnífico espacio verde en pleno corazón de París, los Jardines de Trocadero, unos jardines que pasamos a describir a continuación.

Los Jardines de Trocadero.

LA FUENTE Y LOS JARDINES.

Casi noventa y cuatro mil metros cuadrados es lo que mide el espacio de los Jardines de Trocadero, un espacio verde, lúdico, moderno  y estéticamente agradable que se encuentra al norte del Pont d´Iena y al sur de los dos edificios que conforma el conjunto del Palais Chaillot. Fueron ideados por el Rey Louis XVIII para homenajear a los vencedores de la batalla descrita. En su centro hay un estanque alineado al milímetro con la Torre Eiffel a la que sirve de espejo de plata donde mirarse cada mañana con las primeras luces del sol.

Esculturas de piedra junto a la Fuente de Varsovia.

Aunque los jardines fueron abiertos para embellecer la ciudad con motivo de la Exposición Universal de 1878 (hace ya más de 140 años) no sería hasta la Exposición Universal de 1937 cuando se completó con el enorme caudal de agua que el Ayuntamiento parisino canalizó hasta el lugar. Allí se conformó un espectáculo de una serie de estanques en cascada acompañados de 20 cañones oblicuos de agua que dominan un estanque principal salpicado de 56 chorros verticales de agua. En 1878 se acompañó a estos jardines con un hermoso palacio, el Palacio del Trocadero, de estilo bizantino, que fue también sustituido posteriormente en 1937 por el moderno Palais Chaillot.

Esculturas de piedra en los Jardines del Trocadero.

Alrededor de los estanques, los jardines presentan numerosas obras escultóricas de estilo art déco, como los conjuntos en piedra de Léon-Ernest Drivier y Pierre Poisson, y las estatuas entre las que destacan El hombre, de Pierre Traverse, y La mujer, de Daniel Bacqué. Las fuentes se adornan de esculturas de bronce, como Toro y gamo, de Paul Jouve, o Caballos y perro, de Georges Guyot.

Esculturas en los Jardines de Trocadero. «Caballos y perro»de Georges Guyot, en bronce. «La Mujer», de Daniel Bacqué, en piedra.

Los jardines de la Plaza Trocadero son de estilo inglés y están poblados por numerosos robles rojos, fresnos, un avellano de Bizancio y su afamada Pterocarya, además de tulipanes americanos.

Pero quizá el mayor de los atractivos de los jardines sea la Fuente Varsovia, diseñada por Roger-Henri Expert, una fuente en la que 20 cañones lanzan chorros de agua, conformando un espectáculo visual muy llamativo.

Así que ya saben, cuando desde la Torre Eiffel observen los Jardines de Trocadero podrán decir que es un pequeño rincón de España en París, aunque sólo sea por el nombre.

Jardines de Trocadero. A la derecha «Toro y gamo», de Paul Jouve, en bronce.